Invitaciones
Recuerdo la antesala, el espacio de transición, donde las cortinas gritaban una decadencia prematura. No quise entender que la decoración fuera parte, que fuera también sus días y sus pasajes, los incontables espejos, la expresión devuelta, también el desconcierto y las llaves descolgadas. Alejandro eligió guiarme por el pasillo sin encender las luces, hasta el fondo de la casa porque ya llegábamos, porque faltaba poco.
Supe que lo señorial no era suyo sino de la madre. Con el eco en los pasillos se escuchaban todas sus peticiones y de alguna manera, el murmullo transcurría aunque no fuera exactamente domingo. La comida estuvo más o menos lista. La albahaca peligró en su aroma a punto de quemarse, las vajillas titubearon en su delicadeza conservada y el aceite poco medido lo tiñó todo de espesura. Incluso la mesa, la gran mesa lo desaborido que se sentía en un almuerzo al vacío.
Al terminar rogué no quedar expuesta. Me pregunté si la necesidad, si el amor son prácticamente la misma cosa. Los comprendí en el fondo y se me iluminaron los ojos cuando los miré de cerca. El hijo, la madre. Él me odió profundamente y yo me habré entristecido en silencio.
Con el tiempo me fui acostumbrando, hasta llegué a pensar que en la casa haría falta un gato. Fue atrevido cómo lo propuse. ¿Y si yo le ponía un nombre? ¿y si lo criábamos juntos? Alejandro me respondió que no había lugar, y cuando se me desfiguraba la cara me explicó que la madre siempre había sido alérgica.
Cada tanto nos divertíamos. Nos gustaba, por ejemplo, imaginar mundos con sólo escudriñar la portada de las películas que no alcanzábamos a ver. Viajábamos o actuábamos, pero por alguna razón él siempre renegaba de mis elecciones. Yo me sentía tonta y predecible, repentinamente se me anudaban los argumentos en la boca y el calor o la descompensación del encierro se tornaban imposibles.
En esos momentos, alguien llamaba a la puerta no una sino tres veces, y cuando los golpes retumbaban en mi cuerpo entero, no podía evitar abrazarlo con todas mis fuerzas: “Alejandro, no me dejes, no me dejes atrapada”.
***
Intercambio
Me mantenía boca arriba lo más que podía. Sin reparar en los movimientos, entregándome al automatismo de haber dormido tantos días, me reconocía la panza lentamente: primero el ombligo, el centro que agita los temblores de la noche; después el contorno, asintiendo a su forma levemente redondeada; luego, todo el detenimiento en el tacto, o en las sensaciones de cuando se forma un valle, una grieta, y justo cuando empiezo a reencontrarme con las microimperfecciones, Alejandro generalmente se impacientaba observando el proceso. Su lema era que si no dolía, estaba bien.
Ese día entonces no fue diferente. La temperatura era amena, la posición aunque estática no había logrado entumecerme ninguna parte del cuerpo, incluso podría decirse que me había despertado sin sed. Mi panza estaba descubierta, sanamente inexpresiva y entregada sin más al momento del ritual. Alejandro me preguntó y repreguntó lo mismo de siempre. Le expliqué con paciencia y devoción que tocarse el cuerpo no es necesariamente sentirse mal o efectuar una exploración. Para mí es un simple saludo le dije, “Buenos días, yo también sigo acá”.
Alejandro sonreía, me decía que él en cambio había sufrido toda la noche las sobreexigencias del mundo, que había descubierto la debilidad, resignado su voluntad frente a las posibilidades fisiológicas, y específicamente, se había visto abatido en la inutilidad de sus conocimientos en la medicina. Incluso podría decirse que se había despertado sin ganas de fumar, que se sentía afiebrado y que había decidido dejar de lado sus actividades programadas. Yo no sabía si sentía culpa o un pequeño alivio. Por las dudas le dije que no se preocupara, que grave o poco grave igual estaba enfermo y que es válido descansar cuando uno está enfermo.
Durante la mayor parte del tiempo se acostó con los ojos cerrados. Aproveché para espiarlo y confirmar que lo poco saludable en efecto le sentaba bien. Tenía un brillo especial en la piel, un barniz tenue y cristalino le cubría la frente y parte de los pómulos. Su pelo arremolinaba los restos de la tarde, y a la luz que se filtraba por la ventana, me entretenía siguiendo cada pelusita y sus destellos flotantes. Entre todo eso, los labios le resaltaban de manera asombrosa, y al fruncir la boca fallaba en humedecerlos completamente. Se movían cada tanto, entreabiertos-entrecerrados y esa pequeña intermitencia lograba disipar la habitación, y me despertaba del ensueño.
Habría exhalado en esos momentos, pienso, cuando me acerqué a preguntarle, a preguntarle si estaba bien, si le dolía, si necesitaba, definitivamente, ya habría sido irreversible en esos momentos, cuando dudaba, cuando percibía y cuando me perdía en lo que intentaba decirme. Ahora, indefectiblemente siento, que muy dentro de mi panza, yo también estoy incubando algo.