Estamos tan tristes que matamos el tiempo llorando, y no podemos soportar ninguna idea intensa sin sufrir, no podemos sostener nada en el tiempo sin quebrarlo antes de empezar, y vemos pasar los días con el pecho tibio, acurrucados en una cama que ya reconoce nuestro peso, que se hunde con su forma y ya sabe de esta tristeza por las arrugas de las sábanas, ahí reposan nuestros cuerpos perdidos y afiebrados, agotados.
Ya no nos alcanzan las ganas de llorar para dejar de sentir esto, y nos abrazamos entre todos y nos palmeamos las espaldas, nos sabemos solos y ante una lucha infinita.
Hemos descendido, y tanto, y ahora queremos el sol en la piel, amar la mañana sin temor, pero las cosas siguen insulsas ante estos corazones, lloramos porque ya nada se corrompe en nuestras manos, y mordemos el polvo una y otra vez, y queremos estallar el pecho y ya nada se enciende, todo es un desborde de agua helada.
Somos fáciles de vulnerar, podrían aplastarnos con tan poco y no habría resistencia, este cúmulo de gente rota es eterno. Y aún nos queda tanto por llorar.
*
Alguien dice:
-Lo que no te mata…
-Te destroza- interrumpe el hijo.
Las semillas secas de esta tierra traen un tiempo muerto, y queremos sanar. Queremos curarnos y devolver estas risas atragantadas, estos espasmos sutiles que nos acompañan casi siempre, cuando todo esto se transforma pero nada se pierde, absolutamente nada, y vemos esta tierra inútil adherirse a esa posición fetal de todas las noches, si siempre volvemos a ella, si es inevitable.
Alguien se ahoga y se queda sin aire en la casa, los demás nos quedamos en silencio porque sabemos que no debemos interrumpir ese dolor. Hemos descubierto un límite nuevo de nuestra angustia, y cuando ya no creemos que puede haber más, aún se puede tener el agua hasta el cuello, el polvo secando estas gargantas, y entonces nos pedimos perdón entre todos y miramos hacia otro lado, respetándonos con lo poco que tenemos.
Sí, la muerte se comió todo acá. Y las miramos, la sabemos reina. Somos los condenados.
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