martes, 22 de junio de 2010

El viaje de Esteban Bieda

Esto

Y en eso sonó el timbre. Definitivamente no tenía ningún sentido, ninguna explicación posible. ¿Por qué? ¿Cómo era posible que hubiese sonado el timbre? Lynch no pareció sorprendida como yo. No es que no se hubiese sorprendido, es que su sorpresa era de otra clase, su sorpresa no se originaba, como la mía, en el desconcierto, su sorpresa era la de aquel que no puede creer que esté pasando eso que está pasando pero no porque está pasando sino porque está pasando justo en ese momento. Para mí el timbre no era una posibilidad siquiera remota, pero Lynch parecía indignada no tanto por el timbre sino por el hecho de que estuviese sonando ese día, a esa hora, con nosotros dos entre cervezas y conver-
saciones preliminares. El timbre, entonces, y Lynch, mirándome desencajada: “no te puedo creer; justo ahora viene a pasar esto”. Y claro, el “esto” se estrelló contra mi sien. ¿Cómo que “esto”? ¿Quién es “esto”? La vi caminar hacia la cocina, atender el portero eléctrico, escuché un “te pido por favor que te vayas”, los “andate, nene, ¿no entendés? ¿qué te importa si estoy con alguien?”, hasta que mi indignación selló su pacto con mi cobardía. Apuré la cerveza y la respiración. Colgó el portero y volvió al living. El timbre no dejaba de sonar, ahora sin intervalos. Lynch, con tranquilidad: “¿vos sabés cómo desarmar un portero eléctrico?”. No entendí el chiste, porque no era un chiste. “Mirá”, resolvió mi alianza indignación-cobardía, “me parece que lo mejor es que bajes y arregles el tema; no creo que se resuelva desarmando el portero”. Sin mediar palabra, Lynch salió del departamento y tomó el ascensor hacia el averno donde la esperaba el esto. Peor escenario posible: que el esto subiera, que me encontrara ahí, que me quisiera moler a palos. Salí al pasillo y, sosteniendo la puerta con el pie para que no se cierre, traté de escuchar lo que ocurría siete pisos más abajo, donde Lynch y el esto gritaban indescifrables. El departamento de enfrente sudaba gritos de concurso o sorteo televisivo que hacían más difícil la decodificación de la planta baja. Hasta que el ascensor inició su marcha ascendente vociferando los gritos de Lynch, “te dije que no subas, ¿no me escuchaste?”, y el esto que “me importa un carajo lo que me digas; ¿con quién estás?”, pero no desde el ascensor, subía por la escalera. La cobardía aniquiló a la indignación; el esto volando escaleras arriba, Lynch subiendo lentamente por el ascensor, ¿cuántas trompadas me costaría todo aquello? Entonces, el instinto de supervivencia. Cerré la puerta del departamento con suavidad, bajé por las escaleras, dos pisos, hasta el quinto, el esto ya iba por el cuarto, sólo un piso más abajo, entré rápido al cuartucho donde se tira la basura, agarré una bolsa de coto, di media vuelta y el esto ya estaba enfrente mío, cara a cara, “qué tal, buenas noches”, dije con mi mejor cara de vecino, lo escuché murmurar algo que no entendí, pasó a mi lado, corriendo, sudando, como si alguna cosa, allá arriba, en el séptimo piso, fuese más importante que una mínima dosis de urbanidad.

1 comentario:

Alejandro dijo...

Me encantó el cuento...!!!
Se lee con gannas...